En la cadena humana denominada ‘Vía catalana hacia la independencia‘, organizada por la plataforma Asamblea Nacional de Catalunya (#diadaindependencia), los asistentes se pasaban un jamón de cartón-piedra que decía: «Llévame a El Pertus [el pueblo francés, o de la Catalunya Nord según los nacionalistas catalanes, fronterizo con La Jonquera], demuestra que no somos unos chorizos«. Es una anécdota que muestra las simulaciones y ocultaciones de tanto aparato, pero nada podrá ocultar los recurrentes y bochornosos casos de corrupción protagonizados por el nacionalismo catalán.
De todos modos, y a pesar de esas manipulaciones y/o falsedades (la de «Espanya ens roba» o «els espanyolistes ens insulten» son algunas de las más lamentables), lo realmente importante es la voluntad mayoritaria de los catalanes y me parece que esta se ha vuelto a manifestar de manera clara e incontrovertible. Podemos seguir haciéndonos daño mutuamente, pero no le veo ni la utilidad ni la conveniencia: eso sólo beneficia a los demagogos profesionales de uno y otro bando que, al contrario de lo que dicen, no defienden el interés común sino que agreden con él para beneficiarse personal o partidistamente de las reacciones que consiguen provocar.
Yo no le auguro un gran futuro ni a esta Catalunya ni a esta España que vierten sus miserias, frustraciones, rencores y responsabilidades sobre sus vecinos, que se muestran y demuestran incapaces de reconocerse y autocriticarse. Sólo me cabe la esperanza de que esta crisis, como ya ha ocurrido en otras anteriores, haga surgir las soluciones innovadoras de la creatividad colectiva y los líderes constructivos que permitan articularlas. Yo nunca me he envuelto en banderas y no voy a comenzar a hacerlo a estas alturas. No sólo desconfío de un hipotético estado catalán tanto como he desconfiado siempre del español, sino que comienzo a distanciarme y desvincularme emocionalmente de mis conciudadanos, tan sensibleros en materia nacional y tan insensibles en la social.